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La Guajira, en su calor aplastante, sus leyes paralelas, hace eco a Macondo y su tiempo dilatado. Viajamos a dedo, entre las cabras, o a bordo de 4x4 donde se escondían armas. Nos cruzamos con Gwayus que defendían su cultura, con borachos, narcotraficantes retirados y paramilitares en desgracia, gente iluminada y personas desesperadas. Nos encontramos con una niñez que me ha marcado profundamente, por su mezcla de risas soleadas y su seriedad, por las responsabilidades que portan ya desde tan pequeños, esa sabiduría o consciencia prematura que despierta admiración tanto como indignación. En una aldea que era una calle, una mujer nos pidió quedarnos para el gran almuerzo que haría el hospital. Ella había donado para que haya comida y las niñas y niños harían una representación del nacimiento de Cristo. Nos quedamos 10 días esperando el día Santo. Aquella tarde, después de las horas de preparación, las colas impacientes para recibir un bocado, los gritos de una niña Gwayu, que había cambiado sus vestidos coloridos por uno blanco y que repetía "ay José, José, va a nacer!", escuché la voz de la Negra Fina, en el parlante: "y ahora, venidos de Argentina, Diego y Anna les van a bailar un tango". Todo, parecía ser un sueño, la tierra reseca, las botellas de alcohol en las chozas, las niñas cargadas de sus hermanitos, las cabras contra las que viajaba, o que colgaban, muertas, de un árbol, la noche de bailes Gwayu en un internado olvidado, y ese tango improbable, bajo el sol, bajo la mirada de nuestro público admirable y vencido.
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