El instinto
Llueve. Estoy rodeada de verde, mucho verde, no hay horizonte, todo es selva. Estoy en la casa de Seba, un hombre que conocimos hace unos días en el puerto, y que a las pocas horas de conocernos nos invitaba a su lugar. También habíamos conocidos a otros navegantes unos días antes, y se comprometieron a cuidar del barco y del gato mientras no estuviéramos. Las cosas suceden así, sin esperarlas.
Mi hija llevaba una semana enferma, y a pesar de tener ya los pasajes de bus para irnos a la montaña, no habíamos decidido si tomarlo o no, ni habíamos preparado el barco o la mochila. Desde la primera fiebre la habíamos llevado al dispensario del pueblo, un lugar repleto de gente, no aireado y algo sucio. Pero dos días después de terminar el primer tratamiento, la fiebre había vuelto. La noche anterior a la partida a la montaña, su cuerpo iba de la fiebre a la hipotermia de manera preocupante. No dormí en toda la noche y cuando sonó el despertador a las 6am, lo desperté a Diego a ver qué decidíamos.
Dudábamos. Lo más sencillo era renunciar al viaje. Yo estaba exhausta y Oiuna también. Había empezado un segundo tratamiento ya que el primero no había funcionado. Sin embargo, pensé que pase lo que pase con su salud, estaríamos mejor en una casa, con las comodidades de una casa, y en la montaña, con aire fresco. La sensación que me había dado aquel hombre que nos invitó era la de un hombre tranquilo y que tenía, como lo tienen alguna gente, el sentido común muy desarrollado. Confiaba que allá estaríamos bien. Sacando fuerzas no sé de dónde, armé las valijas, preparamos el barco, y salimos a tomar ese bus. Algo en mi murmuraba “allá ella podrá sanar, aquí no”. Y esa voz que puede parecer irracional, esa vocecita en el fondo mío que casi nunca se puede justificar, es la voz que hay que escuchar, en la que hay que confiar, es el instinto, tan importante, que hay que seguir alimentando y desarrollando. Racionalmente era una locura lanzarse a hacer seis horas de bus por las carreteras de Tanzania, sin haber dormido un segundo, con una niña enferma, sin conocer el lugar al que íbamos y conociendo a penas al hombre que nos había invitado, cuando teníamos nuestra casita barco anclado en un lugar seguro, y los amigos del yatch club, que se habían ofrecido en ayudar y que tenían hijos también. Pero estaba convencida y menos mal Diego confió en ese sentimiento mío.
Tengo la sensación que los más pequeños tienen al instinto muy desarrollado. Se dan cuenta cuándo una situación o una persona no les va, y van naturalmente hacia lo que necesitan, tanto físicamente como anímicamente. Buscan al mimo, al juego, al deporte, a la risa, a la música o la pintura, al cuento, al sueño. Cada uno es distinto y obedece a un impulso interno profundo. Qué les pasa entonces a la gente más grande? Es como si durante años de educación, de aprender las reglas sociales y morales, uno se aleja de esa vocecita interna. Queda lo racional, que a veces es útil pero que tantas veces responde más a criterios impuestos por sociedades que están enfermas que a criterios internos. Hablé del sentido común más arriba: es como si lo fuéramos perdiendo también. Sería como un estado en que uno puede ver el equilibrio más allá de los deseos de uno, puede tener empatía con el otro, con la naturaleza, con su cuerpo, para lograr ver el mundo con ojos más tranquilos y menos destructores, para su entorno y para uno mismo. Esa inmensa desconexión del instinto con nuestra mente nos lleva muchas veces a construir una vida que no nos hace bien, y que tampoco le hace bien a nuestro entorno. Cierto que la razón es enemiga del instinto, pero probablemente, otra de las grandes fuerzas internas que nos alejan de él y ese sentido común, es el miedo.
El miedo
Esa es otra voz que tenemos dentro, que muchas veces se disfraza en voz “razonable”. Muchas veces nos saca hasta la valentía de soñar, de imaginar otros caminos, de volver al niño que tenemos dentro y que quiere buscar alegría y libertad. Y si a pesar de ella logramos soñar, entonces la voz del miedo aparece cuando empezamos a pensar la locura que sería seguir esa voz e ir a por nuestros sueños, nuestras fantasías, nuestros deseos profundos. Entonces lo miramos como si fuera imposible, le sonreímos y le damos la espalda, y seguimos entregándonos a un cotidiano que no nos llena, pero que nos reasegura. Tenemos garantías. La de hacer como los demás y por ende no poder equivocarse. La de tener una economía estable. La de tener, sin poner nada atrás de ese verbo. Tener y no perder, porque perder un espacio, un objeto, un trabajo, una relación, nos aterroriza si no tenemos garantías detrás. Lo que pasa es que nadie puede ponerle una garantía a nuestros sueños. Conocí a gente que tiene la capacidad de soñar y sostener esos sueños con el tiempo. Pero no se lanzan si no hay un plan B y un plan C. Es como desear andar un camino sin moverse de su silla para no perder la silla, como querer trepar un árbol sin poder soltar el pilar al que estamos abrazados: no se puede. Las grandes historias de amor piden que uno lo suelte todo, que se crea que todo es posible y que con esa creencia se tire al vacío. Y eso, es amor con una persona, o un proyecto, el enamoramiento es lo que necesitamos, ser soñadores valientes es lo que necesitamos para dibujar una historia que nos llena y nos dé brillos en los ojos. Y no importa si luego las cosas suceden de otra manera que como las habíamos imaginado. Porque obviamente sucederán como no las habíamos imaginado. Lo que importa es el camino que nos lleva y que recorremos. Estoy convencida que de grande, mirando la vida que tuvimos, nos despertarán más remordimientos los momentos en que ganó la cobardía que los momentos en que fuimos valientes. Hay una frase en español que dice “la fortuna le sonríe a los valientes”, y creo profundamente que es cierto. Hay que confiar en la vida, en el instinto que tenemos dentro, y en nuestros sueños. Los planes A, B y C nos aseguran quizás mantenernos vivos y con lo adquirido, pero no nos aseguran que viviremos plenamente la vida. La juventud no es una cuestión de edad, es la capacidad en soñar y llevar esos sueños hacia adelante. Es la capacidad de sacudirnos los miedos, burlarnos de la razón y dejar espacio a nuestro instinto
Conocimos en Tanga a un viejo marinero, lleva 18 años sobre el mar, en su barquito de madera que compró por casi nada y reconstruyó enteramente. Él era arquitecto, tenía una vida cómoda en España. Empezó a arreglar su barco los fines de semana, cuando tenía tiempo, hasta que se dio cuenta que así no llegaría nunca. Entonces, decidió reducir sus gastos de vida drásticamente, dedicarse solo a restaurar el barco e irse a vivir al mar. Estaba solo, claro que deseaba viajar con una compañera, pero eso tampoco era una razón para detenerse. Era grande ya, claro que si trabajaba 15 años más tendría una buena jubilación. Pero para qué dedicarle sus próximos 15 años a trabajar en vez de ir a por sus sueño, para luego tener una jubilación que tal vez no podría usar? Dejó la casa para vivir dentro de un barco de 32 pies. Redujo todos sus gastos y se dio cuenta que no necesitaba de todas las comodidades que poco antes parecían imprescindibles. Tuvo el barco listo, y dos días antes de zarpar un holandés muy rico vio su barco de madera vintage restaurado, se enamoró y le propuso comprárselo por una fortuna. Pero los sueños no se pueden comprar. El hombre levantó el ancla, y se fue a recorrer el mundo. Unos años después en Argentina conoció a una mujer de la que se enamoró y con ella siguió viaje por las aguas heladas del sur y las aguas tropicales del pacífico. Ahora la mujer regresó a Argentina, y él piensa pasar el cabo de Hornos, cruzar el Atlántico una vez más, y terminar su vuelta el mundo en Argentina, donde se quedará con ella. No es lo que él pensaba, claro. Pero la vida se abre de manera mágica cuando uno le da la oportunidad.
Después de contar su historia, me miró y me dijo, “la gente me dice que tengo suerte. Como a ustedes, supongo, les deben decir que tienen suerte. Claro que creo que tenemos suerte, pero no te parece que hay algo más?”. Nos sonreímos. Hubiese parecido pretensioso seguir, así que ambos nos callamos. Pero escúchenme, no es pretensión. No estoy alardeando de nuestra valentía. Solo intento compartirles que además de la suerte que uno necesita, también tiene que ser capaz de verla y de usarla para llevar los sueños adelante. Un encuentro, una propuesta inesperada, un logro, tienen rostro de suerte y uno se puede subir a eso para empezar a andar un camino desconocido. Pero también un accidente, un fracaso, una pérdida, pueden ser maravillosas señales de la vida para abrir una nueva puerta si somos capaces de cambiar las prioridades, de sacudir al cotidiano, si somos capaces de burlar al miedo. No es que nosotros no conocemos al miedo, lo conocemos, claro, como todos. Es que decidimos que no tomaremos nuestras decisiones desde esos lugares, desde el miedo y el normativismo. Las tomamos desde el instinto y los deseos, desde los ideales y las fantasías, desde el sentido común que no responde a reglas sociales sino a reglas internas y secretas que nos guían a través de un misterioso equilibrio.
Lo necesario
El lugar de Seba, es una casa entre los árboles, sencilla y amplia, un elemento que se funde con su entorno, el agua del río que se usa y sigue su curso, la leña que sirve para calentar el agua. Es un lugar con una huerta llena de hierbas buenas y verduras, árboles frutales dispersos y variados. Es un lugar donde hay que moverse, buscar la leña y encenderla, buscar las frutas y cosecharlas, naturalmente el cuerpo pide ir a caminar, volver al yoga, u entregarse a la contemplación de los diversos monos que se acercan a la casa, de las aves variadas que cantan y ocupan las partes altas de los árboles, de los plantas y flores que vibran y cambian de color según el tiempo. Los caminos no se imponen en esa naturaleza, se funden en ella sin molestarla, como las casas, hechas de madera, adobe y mosquiteras. Unos pocos muebles de madera, una hamaca, algunos instrumentos de música. Todo lo necesario y nada más. Pero, ¿qué es lo necesario? Es tal vez una cuestión que nos tendríamos que hacer más a diario. Tenemos que cuidarnos de lo que es la comodidad, porque en ella nos dormimos, dejamos de vibrar, lentamente, nos olvidamos y nos alejamos de nosotros mismos, entramos en un sopor que es opuesto a la vida. La comodidad es una trampa. Económica o mental. Si logramos guardar la mente siempre abierta y dispuesta a cambiar, el cuerpo en búsqueda de movimientos desconocidos, el camino menos consabido por andar, entonces logramos mantenernos vivos y lejos de esa trampa.
Seba nos contó cómo conoció a su mujer. Nos dijo que en la época trabajaba en otro pueblo de Tanzania, y que todos los días para ir al trabajo tomaba un camino distinto con la moto. Había decidido que nunca haría dos veces el mismo camino exactamente, para así descubrir todo el pueblo y lograr orientarse en él. Así fue que un día se perdió, y preguntando el camino conoció a la mujer con la que vive desde hace 30 años. Ese juego, ese ejercicio, es justamente el juego de no aceptar un camino cómodo y dejar de ver todo lo que nos rodea.
Recuerdo a una profesora de piano que tuve, maravillosa, que intentaba transmitirme que en una partitura leída mil veces y tocada un millón de veces, todavía había algo que yo no había visto. Yo tenía 13 años entonces, y frente a mi mirada perpleja, aquella mujer sabia me había dicho, “todos los días tomas el mismo camino para ir a la escuela, verdad?” yo asentí. “y te lo conoces de memoria, no?”, de nuevo asentí. “bueno, me dijo sonriendo. Te desafío a que cada día que vayas, encuentres un elemento nuevo, que no habías visto antes. En tu camino de ida y de vuelta”. Y fue así como de repente el camino que yo hacía a diario fue abriéndose ante mis ojos. Porque a diario notaba algo que no había notado antes, y me sorprendía, me maravillaba y me parecía casi mágico
Un fotógrafo francés de la naturaleza ha dicho que no son las maravillas que desaparecen, sino la capacidad de maravillarse. Y eso, esa capacidad, se alimenta cuando uno no se deja llevar por la comodidad del cotidiano. Maravillémonos, entonces, de todo lo que nos rodea y que está aún por descubrirse, porque a pesar de verlo, nos olvidamos de mirarlo. Y cuestionémonos. Esto a lo que me estoy aferrando, ¿lo necesito?
Estamos en una sociedad que desde pequeños nos hace creer que necesitamos muchísimo para ser feliz. Siempre más, siempre nuevo, lamentablemente absolutamente insaciable porque son esas necesidades insaciables las que alimentan a ese sistema económico. Pero, ¿y si necesitáramos menos? ¿Si en realidad no fuera buena para nuestro cuerpo y alma tanta comodidad? ¿Tanto alimento, tanta silla y reparo del viento? ¿Tantas horas frente a una pantalla que cuando la soltamos no nos dejó nada? ¿Tantos objetos que producen la alegría de la novedad y luego se olvidan en un rincón y nos sacan espacio y pesan en la valija a tal punto que ya no se puede levantar? No importa lo que hagan en la vida, no importa. Intenten estar siempre un poquito incómodos, lo suficiente como para seguir mirando. Y tal vez entonces se acerquen a lo necesario, lo realmente necesario, que es el amor por uno y por todos y todo lo que nos rodea, y la expresión de ese amor de mil maneras.
La presencia
Hicimos yoga con Seba, los dos primeros días, nos mostró el bosque alrededor, nos presentó a los vecinos, porque él se tenía que ir de viaje y nos dejaba la casa, aschí, sencillamente, con toda la confianza como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo. Al andar por un sendero, me maravillé con los árboles, con un riachuelo fresco en el que hundí mis pies, con unas hierbas sabrosas que crecían dentro de un río, con un mono que nos gritaba. Mae reparaba en detalles, nombraba las aves que veía e identificaba los hongos y las plantas. En algún momento, Seba, sonriendo, me dijo “sabía que ustedes sabrían apreciar la magia de este lugar. Por eso estoy tan feliz de que estén. Tan feliz que mi lugar sea visto por vuestros ojos. Y tan feliz que se queden, el tiempo que quieran, en mi casa”. Lo admiré porque no hay mucha gente así. Al mismo tiempo me pareció lógico, entendí su alegría, es la felicidad que da compartir algo que uno ama con gente que es capaz de valorarlo.
Así fue que Seba se fue por dos meses, dejándonos su casa. Como Oiuna, mi hija, seguía enferma a pesar de los antibióticos que tomaba, antes de irse Seba me dejó la dirección de un hospital. “Es el mejor de la zona,” me dijo, “No dudes que aquí estás en el mejor lugar en que puedas estar con una niña enferma”. No lo había dudado. La noche que siguió la partida de Seba, Oiuna empeoró mucho. Me pasé la noche observándola, angustiada, deseando a que llegue el día para poder organizarnos e irnos al hospital. Temprano le explicamos a mi hijo que nos íbamos con su hermana a lo del médico. Los dos se abrazaron largamente, y él le dijo a ella, “cuando vuelvas, habrá agua caliente, voy a hacer fuego”. Unas horas después, cuando ella estaba en una camilla de hospital, con intravenosa y aún con el rostro muy hinchado, vio que el reloj en la pared marcaba las 12am. “Ay, mamá”, murmuró, “Mae va a tener hambre, son las doce, y no estás para cocinarle”. Me emocionó ese cuidado mutuo, de ambos, ese amor de hermanos nunca confesado pero de repente tan evidente.
Las enfermedades no solo tienen desventajas. Son un momento para detenerlo todo y volver a centrarse. El diagnostico que nos dio la médica era muy pesado, y el tratamiento también. Oiuna tenía además de la mastoiditis evidente y una amigdalitis aguda, una septicemia de grado 2. No importa el estilo de vida que llevas, cuando le diagnostican algo grave a un hijo tuyo, todo se detiene alrededor. En la primera noche de la enfermedad, tuve una visión. Vi cómo una ventana se abría sobre un espacio repleto de amor. Lo absorbí todo. Ese amor, esa fuerza, era lo que yo le tenía que dar a mi hija ahora. Y empezaron los días y las noches de cuidado, y en esos días hubo muchísimas horas de mimos, de abrazos, muchísima ternura como hacía mucho que no sentía, muchas charlas también. Me di cuenta que a pesar de pasar los días con ella, hacía mucho que no la escuchaba, que no reía así con ella, que no estaba presente, cuerpo y mente, en los abrazos que yo le daba, en la escucha que yo le daba.
Fuimos sanando las dos. Reencontrándonos. ¿Cuántas veces estamos en un lugar sin estar del todo porque nuestra mente está en otro? ¿Cuántas veces estamos con alguien sin estar del todo? Me di cuenta que hacía un tiempo que ella se quedaba en el barco diciendo que nunca estaba con ella, y yo contestaba “estoy todo el día con vos” y no me detenía en pensarlo. Pero si cuando abrazas a alguien tu mente se va a otro lado, ni vos sentís las energías hermosas que fluyen en ese abrazo, ni el que es abrazado se siente abrazado. Hay que estar, en presencia, con todos los sentidos, en el compartir. Entonces, en los momentos en que sentía mejor, Oiuna me pedía jugar, y yo jugaba estando en presencia entera ahí. ¿Cómo explicarles el placer que me daba? Jugar estando cuerpo y alma en el juego, es una felicidad. jugar, con la mente en otro lado, es un aburrimiento. Y salíamos a hacer un corto paseo, y andando ella me hablaba. Y escucharla plenamente, y ver el mundo con sus ojos, me llenó de infinita ternura e infinito amor. ¡Qué distinto es cuando caminamos al lado de un niño que nos comparte ese tesoro que es su mirada, y nosotros estamos pensando en otra cosa! Y, cuando me proponía un mimo, al estar enteramente en ese abrazo, entonces alcanzaba esos momentos de eternidad a los que nos lleva el amor, en que el tiempo y el espacio se borran y uno se queda flotando en esa sensación de bienestar y plenitud. ¡Qué distinto, cuando abrazamos a un niño pensando en todo lo que nos queda por hacer! Tenemos tendencia en estar siempre en otro lugar, en otro espacio. Y de alguna manera, no hay momentos que nos colmen así. Compartir una sesión de yoga con un amigo y estar plenamente ahí, tocar música y estar plenamente ahí, leer, escribir, caminar, comer, abrazar, hacer el amor, escuchar o hablar, reír, contemplar, y estar plenamente ahí, en el mismísimo instante, ese es un secreto para que esos momentos nos hagan realmente bien, a nosotros y a nuestro entorno. Y, consciente de lo que estaba viviendo con mi hija, a pesar de lo preocupada que estaba y de lo mucho que sentía que ella se sienta mal, fui agradeciendo la vida que me pegaba así para recordarme lo importante, lo que no hay que olvidar. Y es algo que yo sé, que he puesto en práctica en mi vida. Pero nada está adquirido, menos mal. Nada y mucho menos la capacidad de ser libre y la de estar en el momento presente. Es un trabajo diario, y es muy fácil de olvidar.
El cambio
Ahora Oiuna está mejor. Ayer a la noche recibió la última inyección y la enfermera le retiró el catéter. De a poco vuelve la salud, pero nosotros no volvemos a la “normalidad” porque eso no existe. Toda experiencia vivida, que sea placentera o dura, nos trae enseñanzas, y al recibirlas uno no puede sino operar algunos cambios. Esa es la magia de la vida. Poco importa lo que te mande, suave o doloroso. Tenemos la libertad infinita de elegir cómo reaccionamos a la circunstancia y la libertad infinita de decidir qué enseñanza podemos sacar de ese momento. Aún estamos entre los árboles, alimentándonos bien, poniendo nuestra mente y cuerpo en presencia, reordenando nuestras prioridades. Oiuna asimila lo vivido curando a sus muñecas, el juego es siempre un maravilloso medio de asimilación y crecimiento. Cuando sintamos que estamos listos, que es el momento, volveremos a nuestro barco, pero volveremos distinto. Reorganizaremos nuestra vida a bordo para llegar a un nuevo equilibrio intentando mantener despierto este momento de claridad que tuvimos aquí. Y luego… ¿luego? Bueno, que lo decida el viento.
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